En el corazón de Bucaramanga, justo en la calle 39 con 19, entre las viejas calles que una vez fueron testigos de una vida agitada y oculta, hoy se levanta un edificio de historias nuevas. Las antiguas residencias de lenocinio, donde el bullicio y el sigilo se entremezclaban, han sido reconvertidas en un espacio completamente distinto: un hogar para los sueños de jóvenes estudiantes de la Universidad Industrial de Santander, UIS. Allí, donde la desesperanza solía asomarse en cada rincón, hoy habita la esperanza en forma de futuros profesionales que, con tenacidad y esfuerzo, han encontrado un lugar para seguir adelante.
El edificio, otrora un escenario de vidas clandestinas y ‘amor comprado’, hoy emite una energía distinta. Las paredes que alguna vez escucharon susurros, ahora resuenan con risas, conversaciones sobre exámenes, proyectos académicos, aspiraciones… Sueños.
Antes de que este imponente edificio esquinero se transformara en residencia para 73 estudiantes UIS procedentes desde distintos puntos de la geografía colombiana, desde Nariño hasta La Guajira, daba refugio temporal a mujeres y hombres que buscaban ganarse la vida en medio de la penumbra de una sociedad que los miraba de reojo. Era un lugar de encuentros furtivos, de miradas escondidas y promesas vacías. Pero gracias a la Sociedad de Activos Especiales que entregó este predio a la UIS, esas viejas historias furtivas quedaron en el olvido… Pocos las quieren recordar.
Lo que antes era un lugar lleno de luces rojas y sombras, ahora es cálido, sobrio, tranquilo y con todas las comodidades que dignifican lo público y les dan oportunidades a futuros médicos, enfermeras, ingenieros, geólogos, economistas, licenciados…
“Ha sido un cambio drástico”, confiesa Michael Hurtado, estudiante de Geología proveniente de Fundación, Magdalena. “Pasé de vivir en un lugar donde normalmente no había estudiantes, a estar aquí, rodeado de personas que comparten mi misma lucha y metas. Ahora me siento más en calma”.
La calma que menciona Michael no es solo emocional, sino también económica. Para muchos de estos estudiantes, las residencias universitarias representan una suerte de respiro en un sistema que, para ellos, podría haber sido inaccesible. En sus palabras, “todo esto ha representado una calma económica, en temas de mi bolsillo. No me esperaba estar aquí, pero la universidad dio una oportunidad con esta nueva sede, y me siento agradecido”.
El contraste entre el pasado y el presente del edificio es evidente. Las sombras del antiguo uso se han disipado, dejando espacio para la luz que traen estos jóvenes. Cada uno de ellos carga con su propia historia, muchas veces marcadas por la lucha y el sacrificio de sus familias.
Lizeth Mariana Martínez, estudiante de Economía, recuerda lo complicado que fue, en un inicio, encontrar un lugar adecuado. “Vivía a dos cuadras de la universidad, en una pieza pequeñita sin armario. Ahora, aquí, todo es diferente. Tenemos lavadora, gimnasio, sala de estudios, salas de televisión, cocina, camas cómodas, todo lo que antes no tenía”. Su relato evoca un pasado que, poco a poco, se ha ido transformando en comodidad y dignidad.
Para Lizeth, el alivio que estas nuevas residencias han traído no solo es personal, sino también familiar. “Mi familia estaba un poquito preocupada porque no me podía ayudar, y yo estaba sosteniéndome sola. Cuando les dije que me gané el cupo en las residencias, fue como un alivio para ellos”. No es difícil imaginar la sonrisa de sus padres al saber que su hija ya no tiene que preocuparse por encontrar un techo digno, o un lugar dónde preparar sus comidas diarias.
Las residencias universitarias no solo son un espacio físico, sino un hogar donde conviven distintas realidades y experiencias. Este lugar ahora es un vaivén diario de ‘pela’os’ que llenan los cómodos espacios. Se levantan muy temprano para asistir a sus clases y muchas veces se acuestan muy tarde cuando los parciales o trabajos desplazan a ‘Morfeo’. Mientras unos cocinan, otros hacen ejercicio, ven televisión, lavan, estudian… De a poco se van acopando a la sana convivencia.
Para Edson Jahir Sánchez, estudiante de Ingeniería Mecánica, la convivencia ha sido clave. “La comunicación es fundamental entre nosotros”, comenta. “A veces bajo a estudiar a las 2 o 3 de la mañana, y encuentro a mis compañeros estudiando. Todos estamos enfocados, dándole duro”. Sin embargo, no todo es fácil. A pesar del compañerismo, la convivencia puede traer retos, como el mantenimiento de las áreas comunes. “Algunos no son muy ordenados en la cocina, por ejemplo, pero ya estamos hablando de eso. Nos ayudamos entre todos, con respeto y empatía”.
La empatía es una de las características más repetidas por los estudiantes. Para Angie Katherine Albino, estudiante de Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana, la clave de la convivencia han sido la comprensión y la solidaridad. “Siento que hay que ser muy comprensivos con los demás, poner límites pero al mismo tiempo escuchar a los otros. Si tienen algún reclamo, debemos ser solidarios”. Angie también menciona cómo, para algunos, la soledad era una constante antes de llegar a las residencias. “Antes me sentía un poco sola, pero ahora siento que tengo la compañía de alguien en las noches, con quien puedo hablar y chismear un rato. Me he sentido muy bien”.
Para otros, como Kevin Sebastián Rueda, estudiante de Ingeniería Electrónica, la estadía en las residencias ha sido “increíble”. En sus palabras, “la convivencia ha sido excelente, los compañeros son buenas personas, y en general, se convive bien”. Sin embargo, el reto de compartir espacios comunes sigue presente, especialmente en las mañanas, cuando todos deben turnarse para usar el baño antes de ir a clase. “Es difícil, pero nos organizamos”, dice Kevin con una sonrisa.
Las historias de estos jóvenes se entrelazan con la historia del edificio, que parece haber renacido junto a ellos. La ironía de un lugar que antes albergaba vidas atrapadas en una rutina sombría, ahora convertido en un refugio de esperanza y crecimiento, no pasa desapercibida. Santiago Rendón, estudiante de Ingeniería Electrónica, de séptimo semestre, lo describe con orgullo: “Ojalá todos pudiéramos ser UIS”. Para él, estas residencias representan no solo una ayuda económica, sino también un espacio de colaboración y respeto. “Nos estamos organizando para evitar conflictos. Es un proceso y lo estamos logrando”.
Marly Mejía, estudiante de Enfermería, también ha encontrado en las residencias un alivio. Proveniente de Palestina, Cesar, su trayecto hasta la UIS no fue fácil. “Nunca había viajado sola tanto tiempo”, recuerda. “Fue duro porque mi mamá no sabía qué íbamos a hacer, no teníamos plata. Pero llegué, me aceptaron en la universidad, y luego en las residencias. Ha sido una bendición”.
Su relato es de perseverancia y esfuerzo, tanto suyo como de su familia. “Mis papás están haciendo lo mejor que pueden para ayudarme, aunque les cueste”. Marly salió de su pueblo con solo 200 mil pesos que logró conseguir su papá, pero ‘millonaria’ en sueños; tenía claro que para superarse, debía salir, desprenderse. “Yo dije, ya me gradué, tengo que estudiar, salir de mi casa, no me quiero quedar, debo salir adelante. Le dije a mi mamá quiero entrar a la Universidad, y aquí estoy”… Las residencias UIS han sido un alivio como también lo ha sido para muchos de ellos el servicio de comedores.
Cada rincón del edificio parece tener una historia que contar, un testimonio de lucha y superación. Kevin Leonardo Ortega, de Boyacá, y Antony Alexánder Cerón, de Nariño, relatan historias similares de esfuerzo y sacrificio. Ambos provienen de familias rurales, donde el trabajo en el campo es la norma, y la educación superior un sueño que pocos logran alcanzar. “El beneficio de residencias ha sido una gran ayuda”, comenta Kevin. “Aquí todo es muy cómodo, tenemos gimnasio, cocina, lavadoras. Es como si estuviéramos en un hotel de cuatro estrellas”, bromea Antony, quien viajó más de 28 horas desde su pequeño pueblo en el norte de Nariño para estudiar Medicina en la UIS, luego de sacar 411 puntos en el Icfes.
Y así, las viejas residencias de lenocinio, que alguna vez fueron símbolo de una vida secreta y marginal, hoy se han transformado en un faro de esperanza. Los estudiantes que habitan en ellas representan una nueva generación, una que sueña con cambiar el mundo, y que lo está logrando, paso a paso, en un proceso que, como la vida misma, es largo pero gratificante. Cada día, entre las paredes de este edificio se teje una historia distinta, pero todas tienen algo en común: la búsqueda incansable de un futuro mejor.